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Aún hay gente buena. (Gracias, Ildefonsa)

December 1, 2017
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Ayer fui a Farmacias del Ahorro, cerca de mi casa. Necesitaba comprar vendas y gasas para la curación de Manuela. En el camino, aunque está a menos de 500 metros, batallé con un sujeto que no me permitía cambiar de carril aún poniéndole la direccional. Llegué a la farmacia y cogí lo que iba a comprar. Iba enojada por el sujeto de las direccionales, enfadada con la humanidad.
La dependiente se llama Ildelfonsa, pero yo no recordaba su nombre. Compro docenas de vendas y gasas para tener siempre, soy asidua a FA. Ella sí me reconoció y esta vez trató de sacarme plática.
– ¿Tiene enfermito en casa? Me preguntó.
– Sí. Respondí molesta y cortante. Manuela, mi mamá. (Si no, ¿por qué iba a comprar todo esto?)
– ¿Y cada cuando le hace las curaciones?
– (Qué le importa!) Cada tercer día.
– Es bien duro tener un enfermo en casa… (Bla, bla, bla… yo bloqueé su conversación sumida en mi diálogo interior)
-Sí. Sí que lo es. (Ya me quiero ir)
– Es bien difícil, porque cuando está uno en esa situación… (Bla, bla, bla. Esa historia ya me la sé)
-Sí. (No me está contando nada nuevo. Cóbreme y acabamos con esto)
– Le quiero proponer algo.
– (Ya me va a dar un consejo) Dígame. (Le dije con el tono más amable que encontré).
Pide que nos apartemos de la caja, para conducirme a un espacio privado. Accedo a regañadientes, dispuesta a decirle que no. Me va a vender algo, me va a ofrecer algo.
– A mi padre teníamos que hacerle curaciones y acaba de fallecer…
– Lo lamento mucho (Era lo políticamente correcto que había que responder)
– Compramos Microdacyn para hacerle las curaciones y nos quedamos con varios botes. Y es caro.
– Ajá (¡Me lo va a vender!)
– Si no le ofende, me gustaría regalárselo.
Sonreí, avergonzada. Un alud de vergüenza cayó sobre mí, por cómo me había comportado, por cómo le había respondido, por su pérdida, por su generosidad.
– ¡Muchas gracias!
– Si me permite su celular… o dígame, ¿cómo nos podemos contactar? Quizá la próxima vez que venga – Me dijo educadamente, mientras los sonrojos se apoderaban de mi rostro.
Intercambiamos celulares. Aún no recojo el Micordacyn, pero ya es como si me lo hubiera dado.
Salí de la farmacia rejuvenecida, avergonzada y sonriendo.
Afuera, seguía el tráfico, y los incesantes dueños de calle impidiendo el paso. Qué importa, aún hay gente que sabe ofrendar lo que tiene para beneficio de los demás.
Lorena Sanmillán