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Mis subrayados: La carne. Rosa Montero.

January 1, 2018

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La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir.

Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio.

La insinuación elegante de la carne escocía mucho más.

… y cuando todo estalló al mismo tiempo, la música y la carne, una supernova redujo a cenizas la habitación y destruyó el planeta.

… si no has hecho alguna vez el amor con Wagner, sin duda te estás perdiendo de algo tremendo.

Como en todas las relaciones de Soledad, el final estuvo en el horizonte desde el primer momento.

Sólo se muere de amor en las malditas óperas.

¿O quizá las obsesiones se disfrazaban con la apariencia del amor para parecer algo más bello que un simple desequilibrio mental?

Ser maldito es desear ser como los demás pero no poder.

Ser maldito es no soportar la vida y sobre todo no soportarte a ti mismo.

Un sabor amargo le llenó la boca, el sabor de la pena y de la rabia.

De lo que no cabía la menor duda era de que el amor te envenenaba, te embrutecía, te hacía cometer todo tipo de tonterías y desmesuras.

¿Hay maldición mayor que la de aspirar a la gloria y ser ridículo?

El amor te convertía en un ser patético.

Soledad nunca había vivido con nadie. Cuando quiso no pudo y luego no quiso.

Era una adicta a la pasión y, como buena adicta, sin eso no le interesaba vivir.

Porque Soledad intuía que ese atractivo había empezado a menguar recientemente, no sabía bien cuándo: ya está dicho que el propio interesado es el último en enterarse de los estragos.

La gente casi nunca sabía cuándo era la última vez que hacía algo que le importaba.

Quizá ya se hubiera acabado todo. Quizá moriría sin haber conocido de verdad el amor.

¡Una novela! Hasta el más imbécil escribía.

… lo que importa no es lo que se tiene, sino lo que se añora.

Es decir, no la habían querido de la manera en que ella necesitaba ser querida.

Moriría sin haber conocido el amor. Eso sí que era ser pobre, y no el hecho de no poder pagar un maldito recibo.

La tiranía de su deseo hacía que todo fuera más difícil.

Ella, estúpida, quería también una caricia en el alma, no sólo en la cara.

Al final, todo acababa por desembocar en el amor. Y en el daño.

Soledad no soportaba las críticas porque no soportaba el fracaso.

El fracaso era un lobo hambriento que la había rondado desde su niñez, un lobo que merodeaba por el páramo de su vida y aguardaba su primer tropezón.

¿En qué momento se perdía un ser humano?

Soledad a veces pensaba que los hombres debían de ser genéticamente incapaces de estar solos.

… Soledad añoraba un amado.

Una de las cosas más ridículas que la edad conlleva es la cantidad de trucos, potingues y ortopedias con los que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos va llenando de alifafes y la vida, de complicaciones.

Pero a fin de cuentas la existencia misma es un viaje, así que no hace falta tener que coger un coche o un avión ni trasladarse a otra ciudad para ser rehén de toda esa parafernalia protésica.

Conocía bien el poder opresivo de ciertos pensamientos torturadores.

Soledad recordó el verso y dio la razón al poeta: lo que somos de niños construye la cárcel del destino de nuestra vida adulta.

Uno de los remedios tradicionales para el dolor del duelo era comer. Alimentarse levantaba la moral.

Yo soy ese monstruo. Nunca me ha querido nadie.

Una de las pocas cosas positivas de envejecer, quizá la única, era la seguridad de que ya no ibas a volverte loca.

“Dios, antes de destruir a sus víctimas, las enloquece”, decía Eurípides.

Según Freud, lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano.

Siempre intentó sujetarse a los firmes mástiles de la lógica para que el viento del caos no la arrastrara.

Las coincidencias eran siempre inquietantes.

Su afán de ocultamiento era tan notorio que llamaba poderosamente la atención.

Habían estado siempre tan unidas que apenas si necesitaban palabras para comunicarse…

De modo que este enamoramiento formó parte del delirio: o quizá no, quizá fuera de verdad el desencadenante de la catástrofe:

La locura como una forma de suicidio.

La vida es una aventura que siempre acaba mal, porque termina con la muerte.

Entonces, ¿en eso consistía querer de veras a un hombre? ¿En una condena a la locura, como Dolores, en un tenaz ejercicio de autodestrucción, como Lejárraga?

Por fortuna, esa maldita ladrona que era la edad también te regalaba esto: el conocimiento, a fuerza de experiencia, de que las crisis de ansiedad remitían.

La araña en el centro puntual de la maraña.

Claro, que las mujeres desesperadamente enamoradas, es decir, enamoradas sin ninguna esperanza de ser correspondidas, hacían otras cosas aparte de enloquecer…

Ahora que lo pensaba Soledad, casi todas las historias de sus malditos tenían que ver con la necesidad de amor, con el abismo del desamor, con la rabia y la gloria de la pasión.

La necesidad nubla el entendimiento -dijo con dulzura.

No. No estás loca- dijo el médico con tranquilizadora, bendita seguridad-: Estás triste y cansada. Te voy a mandar vitaminas. Y Orfidal, para que duermas un poco por las noches.

“Sentada en el suelo, aún con el traje de tafetán negro, sin haberme mudado, revisé mis pobres páginas y comprendí que, siendo mujer y sola, nunca las podría publicar y pareciome que el luto que vestía era por la muerte de mis ilusiones.

… porque uno no debe plantear cuestiones cuya respuesta tema conocer.

A Soledad no le caían bien las escritoras porque le recordaban que ella no escribía.

Todos tenemos todas las posibilidades del ser dentro de nosotros, es lo que decía el romano Terencio “nada de lo humano me es ajeno”.

Estaba perdiendo a Adam, lo sabía con la certidumbre de la piel, de la carne, de cada una de sus células.

Y si ahora lo estaba perdiendo era porque hubo un tiempo en el que lo tuvo.

¿Qué era lo peor, que nunca te hubieran querido o que te hubieran dejado de querer?

Fracasar en el amor desataba el apocalipsis.

…a Alcina sólo le quedaba chillar y llorar, porque, cuando llegaba el desamor, la vida dejaba de tener sentido.

Era como si, al perder la ilusión embellecedora de la pasión, quedara al descubierto la acongojante realidad.

Ah, si hubiera sabido que iba a ser vieja y que se iba a morir, habría vivido de otra manera.

La vida era un paquete de regalo en las manos de un niño, envuelto en papeles de brillantes colores.

Quizá fuera por eso por lo que a ella le costaba tanto dormir.

Tal vez la escritura fuera un lenitivo contra la oscuridad, pensó.

De modo que a ella lo único que le servía para olvidarse de la Parca, y del desperdicio de la mezquina vida, era el amor.

Sin amor, todo era polvo y llanto y una vida que no merecía la pena ser vivida.

…cuando te sientes tan distinto prefieres olvidar lo que eres.

Aún así, ese incidente de sus dieciocho años fue el cráter fundacional de su vida, la escena sobre la que se articuló toda su existencia.

“He amado hasta la locura, y eso, lo que llaman locura, es para mí la única forma sensata de amar”, dijo Francoise Sagan, otra maldita.

Comprendía que hubiera personas incapaces de salir de ese abismo.

No había vuelto a descompensarse por alguna pasión: no había perseguido a nadie nunca más.

Ella nunca llegó siquiera a plantearse la posibilidad de tener hijos: eso pertenecía al mundo de los normales.

Ah, esas otras infinitas vidas posibles que se abrían como la cola de un pavorreal en torno a nuestra existencia, todas esas modificaciones de nuestro destino que podrían haber tenido lugar con tan sólo variar un pequeño detalle.

A veces el destino, burlón, se divierte emparejando fenómenos iguales.

Ahora bien, ¿qué otra opción tenía? ¿Regresar sin más al naufragio de su vida?

No soportaba tener que enfrentar su realidad.

Estaba empujada por la inercia de su herida, por la obcecación de un dolor muy antiguo.

Su vida entera parecía estarse derrumbando, pensó. Por qué no colaborar un poco en el proceso.

La furia era una huída de la pena.

Era un niño educadísimo, tan serio y adulto como sólo pueden serlo los niños que han sufrido.

Soledad hubiera preferido suicidarse, pero en vez de eso dijo: Que seas feliz. Que seas muy feliz. Y era sincera.

Ah, si uno lograra limpiarse la memoria de la misma manera que se lavaba el cuerpo, pensó mientras se enjabonaba.

Porque uno de los espejismos más extendidos es el de pensar que nosotros no vamos a ser como los otros viejos, que nosotros seremos diferentes.

Antes todo era tan difícil y ahora era tan fácil: bastaba con dar un simple paso.

Eran tan variadas, tan inesperadas y tan innumerables las calamidades que le podían ocurrir a un solitario…

Sólo tenía que rebajar sus propias exigencias, sus expectativas.

Sólo tenía que soltarse y jugar.

Dejaría lo de superar los celos de las escritoras para su próxima reencarnación, en esta vida no podía arreglar tantas cosas. Pero, por lo menos, intentaría redactar una novela. Sería un consuelo, ahora que el amor se había acabado para ella.

Era el obcecado empuje de la vida, la loca y patética esperanza levantando de nuevo la cabeza.

La cultura es un palimpesto.

La carne. Rosa Montero. Alfaguara. 2017. 236 páginas.

Lorena Samillán